jueves, 14 de abril de 2016

DISCURSO DEL MÉTODO CAP.IV



CUARTA  PARTE
No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice allí, pues son
tan metafísicas y tan poco comunes, que no serán tal vez del gusto de todo el mundo.
Sin embargo, a fin de que se pueda juzgar si los fundamentos que he considerado
son bastante firmes, me encuentro de alguna manera obligado a hablar de ellas. Hacía mucho tiempo que había advertido que, respecto de las costumbres, es necesario
algunas veces seguir opiniones que se saben muy inciertas, como si fueran induda­
bles, tal como ha sido dicho en la parte anteriora; pero, como por entonces quería
dedicarme solamente a la búsqueda de la verdad, pensé que era preciso que hiciese
todo lo contrario y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en que
pudiese imaginar la menor duda, a fin de ver si no quedaría, después de esto, algo en
mi creencia que fuese enteramente indudable. Así, puesto que nuestros sentidos nos
engañan algunas veces, quise suponer que no había cosa alguna tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que hay hombres que se equivocan al razonar, incluso en lo
tocante a los más simples asuntos de geometría, e incurren en paralogismosb, juz­gando que yo estaba sujeto a equivocarme, tanto como cualquier otro, rechacé como falsas todas las razones que había admitido con anterioridad como demostrativas. Y en fin, considerando que todos los pensamientos que tenemos estando despiertos se nos pueden también aparecer cuando dormimos, sin que haya ninguno entonces que sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas que en cualquier momento habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras quería de ese modo pensar que todo era falso, era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: yo pienso, luego soyc, era tan firme y tan segu­ra que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de
hacerla tambalear, juzgué que podía admitirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba.
Después, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno, y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo estu­viese; pero que no podía fingir, por ello, que no era; y que al contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras cosas, se seguía muy evidente y muy ciertamente que yo era; mientras que, con sólo que hubiese dejado de pensar, aunque todo el resto de lo que había en algún momento imaginado hubiese sido verdad, no tenía razón alguna para creer que yo era: conocí, por ello, que yo era una substanciad cuya esencia toda o naturalezae no es sino pensar, y que, para ser, no tiene necesidad de lugar alguno, ni depende de cosa material alguna. De suerte que este yo, es decir el almaf por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste, y aunque el cuerpo no fuera, el alma no deja­ría de ser todo lo que es.
Después de esto, consideré en general lo que se requiere en una proposición para que sea verdadera y cierta; porque, puesto que acababa de encontrar una que sabía que era tal, pensé que debía tambien saber en qué consiste esa certeza. Y habiendo notado que en: yo pienso, luego soy, no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario ser: juzgué que podía admitir como regla general que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas; no obstante sólo hay alguna dificultad en adver­tir satisfactoriamente cuáles son las que concebimos distintamente.
Después de lo cual, reflexionando sobre lo que dudaba, y que, por consi­guiente, mi ser no era enteramente perfecto, pues veía claramente que había una mayor perfección en conocer que en dudar, se me ocurrió indagar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto de lo que yo era: y conocí evidentemente que debía ser de alguna naturaleza que fuese en efecto más perfecta. En lo que se refiere a los pensamientos que tenía de varias cosas exteriores a mí, tales como el cielo, la tierra, la luz, el calor, y otras mil, no estaba tan preocupado por saber de dónde procedían, porque, no observando nada en esos pensamientos que me parecie­se hacerlos superiores a mí, podía creer que, si eran verdaderos, eran dependientes de mi naturaleza, en cuanto que ésta tenía alguna perfección; y si no lo eran, proce­dían de la nada, es decir, estaban en mí porque había defecto en mí. Pero no podía suceder lo mismo con la ideag de un ser más perfecto que el mío, pues que proce­diese de la nada era cosa manifiestamente imposible; y como no hay menos repug­nanciah en que lo más perfecto sea una consecuencia y dependencia de lo menos perfecto que la que hay en que de nada provenga cualquier cosa, no podía proceder tampoco de mí mismo. De suerte que sólo quedaba que ella hubiese sido puesta en mí por una naturaleza que fuese verdaderamente más perfecta de lo que yo era, e incluso que tuviese en sí todas las perfecciones de las que yo podía tener alguna idea, es decir, para decirlo en una palabra, que fuese por Dios. A esto añadí que, puesto que yo conocía algunas perfecciones que no tenía, no era yo el único ser que existiese (aquí si lo permitís, usaré libremente los términos de la Escuela), pero que era preciso, por necesidad, que hubiese algún otro más perfecto de quien yo depen­diese y de quien yo hubiese obtenido todo cuanto tenía. Pues, si hubiese sido solo e independiente de cualquier otro, de suerte que hubiese tenido, de mí mismo, todo lo poco de que participaba del ser perfecto, hubiese podido tener por mí, por la misma razón, todo lo demás que sabía que me faltaba, y así ser yo mismo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso, y en fin tener todas las perfecciones que po­día advertir que estaban en Dios. Pues, según los razonamientos que acabo de ha­cer, para conocer la naturaleza de Dios, hasta donde la mía era capaz de hacerlo, no tenía sino que considerar respecto de todas las cosas de las que encontraba en mí alguna idea si era perfección, o no, poseerlas, y estaba seguro de que ninguna de las que indicaban alguna imperfección estaba en Él, pero todas las demás sí que estaban. Así veía que la duda, la inconstancia, la tristeza, y cosas parecidas, no podían estar en El, puesto que a mí mismo me hubiese gustado mucho verme libre de ellas. Ade­más de esto, yo tenía ideas de varias cosas sensibles y corporales, pues, aunque su­pusiese que soñaba, y que todo lo que veía o imaginaba era falso, no podía negar, sin embargo, que esas ideas estuviesen verdaderamente en mi pensamiento; pero puesto que había ya conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, considerando que toda composición testimonia dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que no podía ser una perfección de Dios el estar compuesto de esas dos naturalezas, y que, por consi­guiente, no lo estaba; pero que, si había algunos cuerpos en el mundo, o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fuesen del todo perfectas, su ser debía de­pender del poder divino, de tal suerte que éstas no podían subsistir sin Él un solo instante.
Quise indagar, después de esto, otras verdades, y habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que yo concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente extensoi en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes que podían tener diversas figuras y magnitudes y ser movidas o transpuestas de todas las maneras, pues los geómetras suponen todo eso en su objeto, repasé algunas de sus más simples demostraciones. Y habiendo advertido que esa gran certeza que todo el mundo atribuye a estas demostraciones no está fundada sino en que se las concibe con evidencia, según la regla antes dichaj, advertí también que no había nada en ellas que me asegurase de la existencia de su objeto. Pues, por ejemplo, veía perfectamente que, suponiendo un triángulo, era necesario que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero en esto no veía nada que me asegurase que hubiera en el mundo triángulo alguno. Mientras que, volviendo a examinar la idea que yo tenía de un Ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en ella del mismo modo que está comprendida en la de triángulo que sus tres ángu­los son iguales a dos rectos, o en la de una esfera el que todas sus partes son igual­mente distantes de su centro, o incluso con más evidencia aún; y que, por consi­guiente, es por lo menos tan cierto que Dios, que es ese Ser perfecto, es o existe, como lo pueda ser cualquier demostración de la geometría.
Pero lo que hace que haya muchos que se persuadan de que hay dificultad en conocerle, e incluso también en conocer lo que es el alma, es que no elevan jamás su espíritu por encima de las cosas sensibles, y que están tan acostumbrados a consi­derarlo todo imaginando —que es un modo de pensar particular para las cosas mate­riales— que todo lo que no es imaginable, les parece no ser inteligible. Lo cual está bastante manifiesto en lo que los mismos filósofos tienen como máxima en las es­cuelas: que nohay nada en el entendimiento que no haya estado antes en el sentidok en donde, sin embargo, es cierto que las ideas de Dios y del alma no han estado jamás. Y me parece que quienes quieren usar su imaginación para comprender esas ideas, hacen lo mismo que si, para oír los sonidos o sentir los olores, quisieran ser­virse de sus ojos; salvo que hay esta diferencia: que el sentido de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetos que lo hacen los del olfato o del oído, mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos podrían asegurarnos jamás de cosa alguna si nuestro entendimiento no interviniese.
En fin, si todavía hay hombres que no están bastante persuadidos por las ra­zones que he aportado de la existencia de Dios y del alma, quiero que sepan que todas las demás cosas, de las que piensan que pueden estar más seguros, como son tener un cuerpo, que hay astros y una tierra, y cosas semejantes, son menos ciertas. Pues, aunque se tenga una seguridad moral1 de esas cosas, que es tal que parece que, a menos de ser extravagante, no se puede dudar de ellas, sin embargo, cuando se trata de una cuestión de certeza metafísica, no se puede negar, a no ser perdiendo. la razón, que no sea suficiente motivo, para no estar completamente seguro, el haber advertido que es posible de la misma manera imaginar estando dormido que se tiene otro cuerpo y que se ven otros astros y otra tierra, sin que ello sea así. Pues ¿cómo se sabe que los pensamientos que nos vienen en sueños son más falsos que los otros, considerando que a menudo no son menos vivos y explícitos? Y aunque los mejores ingenios estudien este asunto tanto cuanto les plazca, no creo que puedan dar razón alguna que sea suficiente para suprimir esa duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, eso mismo que antes he tomado como una regla, a sa­ber, que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verda­deras, no está asegurado sino porque Dios es o existe, y porque es un ser perfecto, y porque todo lo que está en nosotros proviene de Él. De donde se sigue que nuestras ideas o nociones, siendo cosas reales y que provienen de Dios en todo aquello en que son claras y distintas, no pueden ser, en ese respecto, sino verdaderas. De suerte que, si tenemos muy a menudo ideas que contienen falsedad, no puede tratarse sino de aquellas que tienen algo de confuso y oscuro, porque en eso participan de la na­da, es decir, que están en nosotros así confusas porque no somos totalmente per­fectos. Y es evidente que no hay menos repugnancia en que la falsedad o la imper­fección, en tanto que tal, proceda de Dios, que en que la verdad o la perfección pro­ceda de la nada. Mas si no supiésemos que todo lo que hay en nosotros de real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurase que tienen la perfec­ción de ser verdaderas.
Así, pues, después de que el conocimiento de Dios y del alma nos ha pro­porcionado la certeza de esa regla, es muy fácil conocer que los ensueños que ima­ginamos estando dormidos no deben, de ninguna manera, hacernos dudar de la ver­dad de los pensamientos que tenemos estando despiertos. Pues, si sucediese, incluso durmiendo, que una persona tuviera una idea muy distinta, como, por ejemplo, que un geómetra inventase alguna nueva demostración, su sueño no le impediría ser verdadera. Y en cuanto al error más corriente en nuestros sueños, que consiste en que nos representan diversos objetos del mismo modo que lo hacen nuestros senti­dos exteriores, no importa que nos dé ocasión de desconfiar de la verdad de tales ideas, porque ellas pueden también engañarnos con bastante frecuencia sin que estemos durmiendo: como ocurre cuando los que tienen ictericia ven todo de color amarillo, o cuando los astros u otros cuerpos muy alejados nos parecen mucho más pequeños de lo que son. Pues, por último, sea que estemos en vela, sea que durma­mos, no debemos dejarnos persuadir nunca sino por la evidencia de nuestra razón. Y es de señalar que digo de nuestra razón, y no de nuestra imaginación ni de nuestros sentidos. De la misma manera, aunque veamos el Sol muy claramente, no debemos juzgar por ello que sea del tamaño que le vemos; y podemos muy bien imaginar distintamente una cabeza de león encajada en el cuerpo de una cabra, sin que haya que concluir, por ello, que exista en el mundo una quimera, pues la razón no nos dicta que lo que nosotros así vemos o imaginamos sea verdadero. Pero nos dicta que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento ds verdad; pues no sería posible que Dios, que es todo perfecto y verdadero las hubiese puesto en nosotros sin eso. Y puesto que nuestros razonamientos no son jamás tan evidentes ni tan completos5 durante el sueño como durante la vigilia, aunque algunas veces nuestras imaginaciones sean tanto o más vivas y explícitas, la razón nos dicta igual­mente que lo que nuestros pensamientos, no pudiendo ser todos verdaderos porque no somos totalmente perfectos, poseen de verdad debe infaliblemente encontrarse en los que tenemos estando despiertos antes que en aquellos que tenemos en nuestros sueños.

a Hace referencia a la segunda máxima de su moral provisional.
b Razonamiento falso.
c En la edición latina: "Ego cogito, ergo sum, sive existo" (A-T, VI, 558).
d "Cuando concebimos la substancia, solamente concebimos una cosa que existe en forma tal que no tiene necesidad sino de sí misma para existir" (Principios, I, 51).
e Aunque "esencia" es aquello por lo que una cosa es lo que es y se distingue de las demás y "naturaleza" es un principio esencial de carácter activo, aquí los utiliza el autor como sinó­nimos.
f Se refiere al alma racional, al pensamiento puro; por eso la edición latina utiliza el término "mens": "Adeo ut, Ego, hoc est, mens" (A-T, VI, 558).
g "Con la palabra idea entiendo aquella forma de todos nuestros pensamientos, por cuya percepción inmediata tenemos conciencia de ellos. De suerte que, cuando entiendo lo que digo, nada puedo expresar con palabras sin que sea cierto, por eso mismo, que tengo en mí la idea de la cosa que mis palabras significan" (Respuesta a las segundas objeciones, Definición II, p. 129).
h "No hay menos repugnancia en que lo más perfecto ..."; esto es, no hay menos contradic­ción en pensar que lo más perfecto ...
i "Cuerpo continuo o un espacio indefinidamente extenso"; divisible en partes que son a su vez divisibles; dado que los cuerpos no son más que extensión, la extensión que separa dos partes de la materia será a su vez un cuerpo. En consecuencia no existe el vacío.
J Alude al primer precepto que declara la evidencia como criterio de verdad, postulado en la segunda parte de este Discurso.
k La máxima escolástica: "Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu" que permite afirmar que todo conocimiento, humano, parte de los sentidos terminando en el entendi­miento o razón.
l Seguridad moral, esto es certeza suficiente en el ámbito de la vida práctica; "así, cuantos nunca han visitado Roma no ponen en duda que sea una villa de Italia, aun cuando podría acontecer que todos aquellos de quienes han aprendido esto, se hubieran equivocado" (Prin­cipios, IV, 205).

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